TRÁILER DE ZAINO. Juan Ignacio Montiano. 2017.
ESCENA 1ª. Hilo conductor.
“Alguien” camina por los tejados. No se le ve, acaso
el vaho de su respiración jadeante y sus pezuñas sobre las azoteas y las tejas.
Es Zaino, que observa desde las alturas el caminar cansino de una prostituta
que se retira a su casa. Es de noche, el barrio es cutre, pero las luces de la
ciudad le dan ese aire romántico que libra a la escena de la ordinariez.
Con el ánimo deshojándose, por su
otoño continuo, volvía a casa. Todos los días la misma rutina de hombres;
hombres alrededor, hombres entre, hombres delante, hombres detrás. Perdiendo un
poquito de brillo en la mirada un día, la ternura de las manos otro día, la
humedad de los labios más tarde. Y perdido ya, hacía mucho tiempo, el compás de
la ilusión. Con la náusea puesta constantemente en la garganta y justo cada vez
que surgen las palabras. Cansada, harta, hastiada de no poder llorar o gritar o
largarse lejos. Los tacones de aguja chispeando en la acera. La minifalda, apenas escondiendo el escozor
perenne de su instrumento de trabajo. Una camiseta negra y ceñida remarcando
sus dos, en el pasado alegres y hoy entristecidos, pechos. El pelo rubio que
anteayer fuera negro y que mañana podría ser rojizo, áspero y tieso, señalando
a cualquier lado; alocado ingenio peluquero o hijo de una descarga eléctrica.
Volvía con el alma deshecha, y esa angustia le impedía respirar, le impedía
vivir, le impedía llegar a casa y besar a sus dos hijos, a los que no podía
decir el oficio tan antiguo que ejercía. Pero algún día lo sabrían y eso
reconcomía su ya mordisqueado ánimo. Y
quizás los niños nunca supieran que su madre había tenido que tragar tanta
basura ácida en la vida, que para hablar y sonreír sin vomitar necesitaba, un
día más, ese líquido asqueroso que se mezcla en una cucharilla y se coge
en una
jeringuilla y se mete por la vena y te hace creer, por un
rato, que mañana no va a ser igual que hoy, que mañana una carambola
cósmica te va a dar la oportunidad de empezar
de nuevo, en otro sitio, con otra gente. Limpia, limpia de ese óxido que te va
dejando en los ojos esta vida mísera y desconsiderada.
ESCENA 2ª.
Perla se encuentra en la escena del crimen, un
callejón donde han aparecido dos cadáveres. Sigue siendo de noche. Por allí están
también el forense, el inspector Luis García Otwen, muchos policías y cantidad
de curiosos. Cifuentes, un periodista antipático, le pregunta si se trata de
Zaino, sólo Perla y Cifuentes creen en la existencia de un asesino en serie que
mata a cornadas.
“¡Eh,
Pérez, Perla Pérez! ¡Aquí, aquí! Soy yo, Cifuentes”, gritaba un individuo desde
el otro lado de la cinta amarilla. Llevaba una cámara de fotos colgada al
cuello y los pelos revueltos por el trajín de sus tumultuosos pensamientos.
Era
Pedro Cifuentes, un periodista sensacionalista; viejo conocido de Perla.
“Es
él, ¿verdad? Es nuestro Zaino, a que sí”, preguntaba el periodista haciendo
movimientos afirmativos con la cabeza.
Perla puso cara de circunstancias adversas. No
podía soportar a aquel personaje: marrullero, metomentodo, correveidile,
amarillista, mediocre y con halitosis. Luis García Otwen, mosqueado ya con todo
aquello, pidió a Perla que le explicara el asunto de Zaino. Grave e importante
debía ser para ella cuando había suspendido sus vacaciones sin dudarlo un
instante.
ESCENA 3ª
Por la mañana, en la comisaría. Luis García Otwen ha
redactado el informe sobre los muertos del callejón, Perla le pregunta a ver si
ha puesto algo sobre las cornadas. Luis no ha querido entrar en eso. Perla se
siente decepcionada. Luis se arrepiente de no haber tomado partido por ella. Teniendo
en cuenta que Perla le tiene troceado el corazón.
Eran las ocho y media de la
mañana y Luis García Otwen ya había escrito el informe sobre la matanza del
callejón. Como cada lunes, la comisaría estaba muy bulliciosa. Todos hablando a
la vez, de todo menos de trabajo. Sobre todo se hablaba de fútbol. Al inspector
García Otwen no le gustaba el deporte rey, era más partidario del polo o como
mucho del k-4. De pronto, sintió un cálido aroma a hierbabuena, levantó la
vista y la vio entrar. Traía el pelo suelto, negro y brillante, ondulado,
parecía tener una noche de verano adornando su cabeza. Los labios rojos, los
ojos inquietantemente negros y la nariz maravillosamente imperfecta. Llevaba
unos zapatos negros de medio tacón, pantalones vaqueros, camiseta blanca ceñida
y una camisa azul de seda suelta, flotante, vaporosa. Luis tuvo tres latidos
dolorosos, uno emocionado, dos sosegados y el resto naturales. Era Perla Pérez
con su caminar de princesa encantada.
“Por
fin no te has ido de vacaciones”, le comentó Luis.
Ella le dijo que había decidido quedarse por
lo de Zaino, pero que además le acababa de llamar el jefe para que las
suspendiera. Había novedades sobre el asunto que tenía asignado. Abría y
cerraba la boca, juntaba y separaba los labios mientras hablaba. Luis hubiese
querido hacerse diminuto, quitarse la ropa y zambullirse en la saliva que
brillaba en su lengua.
“¿Vas ahora donde el jefe?”, preguntó Luis.
“Sí”, contestó ella.
“Por favor, llévale esto. Es mi informe sobre
lo de ayer”, le pidió Luis.
“¿Has puesto algo sobre lo de Zaino? -vio en
sus ojos que no-. ¿Sobre lo de las huellas?”, preguntó la inspectora.
Luis le dijo que no mucho, que era un tema
confuso y delicado. Le dijo que algo había puesto sobre lo inusual de las
heridas y sobre alguna huella rara, pero sin concreciones.
“Así que tú tampoco te mojas, ¿verdad Luis?”,
le dijo Perla decepcionada antes de irse.
Esto,
en fin, esto... -pensaba Luis- ni me mojo ni mojo, y tropezaba sus pensamientos
sin atreverse a decir nada, entre otras cosas porque ella ya se había ido. La
dejó marchar sin ponerse de su lado, sin tomar ciegamente partido a favor de la
mujer de sus sueños. Soy una especie de mierda mierdolera, concluyó de pensar
Luis.
ESCENA 4ª. Hilo conductor.
La prostituta sigue su camino por la calle. Ahora la
escena se fija más en ella, en su vestimenta, en su cansancio, en su dolor. A
lo lejos, sobre los tejados se ve la sombra de Zaino que la sigue. Es de noche,
claro, como antes.
Eran las once de la noche y la
ciudad olía a hecatombe de mandril por causa de los luminosos, del bufar de los
coches, del eructo sordo y caliente que produce el monstruo urbano cuando se va
a dormir. Lucrecia Sánchez volvía a casa después de quince mil pesetas de
tráfico de sexo. Tengo que pillar algo si no quiero reventar, iba pensando.
Fumaba ininterrumpidamente un cigarrillo tras otro. Caminaba, debido a la
altura de los tacones, bamboleando el nalgatorio y así, alternativamente,
asomaban bajo la minifalda dos jamoncitos, colorados por los palmoteos de todo
un día de trabajo. Llevaba una chaquetilla roja de plástico y un gran capazo de
cuerda que, aunque no encajaba mucho en el estilo del gremio, le servía para
guardar los potitos y la fruta que compraba después del trabajo. A pesar de las gafas oscuras, se le esparcía la
tristeza de la mirada en el aroma de colonia barata, mezcla de esencia de
lágrimas y de hipidos. Se metió por calles por las que no entraría ni el más
echado para adelante de los boinas verdes. Estaba buscando jaco para poder
cruzar, otra vez, el umbral de su casa y la barrera de un nuevo día. Ya no
había luminosos ni coches ni grandes almacenes por aquella zona. Sólo bruma
oscura y un intenso olor a pis de somormujo. Bares cutres llenos de gente
sospechosa y poquita policía.
ESCENA 5ª
En el depósito, el forense no sabe qué poner en las
necropsias. Luis y Perla escuchan sus explicaciones. Las heridas de los dos
cadáveres han sido producidas por asta de toro.
“Yo no sé qué voy a poner en el
informe”, les dijo el médico en cuanto los sintió y los vio. “Estas heridas
están hechas por asta de toro y con tal fuerza, que no creo que haya brazo
humano capaz de semejante proeza”, volvió a decir.
“¿A qué te refieres?”, preguntó Luis.
Les explicó que en el supuesto de que alguien
con un cuerno de toro en la mano les hubiera infligido tales heridas, tenía que
tener la fuerza de diez hombres.
“Emilio -interrumpió Perla-, ¿no dicen que los
locos pueden, es sus arrebatos, tener una fuerza descomunal y que son capaces
de hechos inauditos e insólitos?”
El médico les dijo que él no era psiquiatra,
pero que algo había leído al respecto.
“No
puedo ni debo descartar nada, tampoco debo fantasear pero creo que estos dos
cuerpos han estado suspendidos en el aire mientras estaban clavados a un
cuerno. Mejor dicho, a dos cuernos, porque en cada cadáver ha entrado un cuerno
distinto. ¡Joder! Hay que tener una fuerza de la órdiga para poder hacer
eso...”, decía el forense. “Yo no sé que leches voy a poner en el informe”, se
lamentaba nuevamente.
“Pon eso, por favor, ponlo. A ver si por fin
alguien me hace caso”, dijo Perla.
Luis
estaba atónito. ¿Qué diablos es todo esto? ¿Contra qué nos estamos enfrentando?
¿Qué nuevo caso me está deparando el destino?, pensaba el inspector mientras
pisoteaba para sacarse el frío por los talones.
ESCENA 6ª.
En los salones del hotel Excelsior. Mucha exquisitez
y glamour. Se celebra una fiesta de ganaderos. Perla, haciéndose pasar por
periodista, interroga al secretario de la oscura sociedad TORI,SA. Son gente
peligrosa y ella lo sabe. Su jefe, el comisario Antúnez le ha pedido que los
investigue. El jefe, el verdadero jefe de la banda es un ser misterioso que no
da la cara, no se deja ver, nadie sabe quién es.
Perla llevaba colgando un camafeo
de plata con una esmeralda de forma triangular. Era un regalo de familia, de su
madre, a quien se lo había dado su abuela. Estuvo un rato largo husmeando por
todas partes, comiendo un pincho aquí, probando vino de éste o del otro,
haciendo como que saludaba a alguien, sonriéndose frente a un espejo. De pronto, vio a Cosme
Gómez, el secretario de TORI,S.A. Perla sacó un pequeño magnetófono del
bolsillo de la chaqueta y se acercó a él. Antes de llegar a estar demasiado cerca
del secretario se le cruzó, impidiéndole el paso, Paco Carmona. Sin decir nada,
miró a Perla rompiéndole la sonrisa. Tenía el tipejo un ojo algo anárquico y la
cara renegrida por la barba mal afeitada. Separó los labios en una cínica
sonrisa y descubrió unos dientes amarillentos y desordenados, expeliendo a su
vez un tufillo rancio de tabaco negro y aguardiente, tan intenso que impedía el
desarrollo de la vida a su alrededor, lo cual le venía salvando de las caries.
“Señor
Gómez, por favor, unas palabras para El Estado”, dijo Perla, presentando al
periódico para el que fingía trabajar.
“Déjala
Paco, déjala”, dijo el secretario con voz de vieja borracha.
“¿Es
cierto que su empresa quiere comprar la finca El Carrascal al señor Usagües?”,
preguntó la policía, ahora periodista.
Pequeño,
huesudo, con un bigote fino y sin apenas labios, Cosme Gómez contestó:
“Estamos
interesados, estamos en ello. Hemos propuesto, hemos en ello”.
Llevaba
un traje negro y gafas de concha oscura y cristales gruesos. Parecía un
contable, el encargado de llevar la cuenta de las entradas al averno.
“Mira
niña, nosotros estamos interesados en la Fiesta y queremos poner nuestro
granito de arena, ¿sabes?”, le dijo aquel ser de aspecto inmundo que de vez en
cuando desviaba su mirada obscena hacia los pechos de Perla.
“Cuando
dice nosotros, ¿a quiénes se refiere? Usted, ¿a quién representa?”, preguntó
Perla.
Un
pequeño silencio, circunscrito a aquel grupito de tres personas, hizo una pompa
en el vestíbulo del hotel.
“Cuantas
preguntillas hace esta chiquilla, ¿verdad?
Eres muy curiosilla -y le pellizcó la cara. Y con aquella misma mano
delgada y peluda, bajó por la barbilla, le rozó el cuello y se detuvo a
manosear el camafeo-. No deberías ser tan preguntona. ¡Anda! qué camafeo tan
bonito. Mira Paco, mira qué bonito es. ¿Me lo vendes?, niña, ¿me lo vendes?”,
le decía Cosme Gómez, el secretario y testaferro de TORI,S.A. Y ponía mirada de
loco.
Perla
se puso nerviosa. Quizás se había pasado de la raya. Aquellos dos daban miedo.
Se separó disculpándose y se fue hacia otro lado levantando el brazo, haciendo
ver que había visto algún conocido en otra parte.
ESCENA 7ª.
Perla salta de una azotea a otra huyendo de los
matones de TORI,SA. Es de noche. Escena rápida como un flash. “Alguien”, no
obstante, parece haberle ayudado a realizar tan prodigioso salto.
Todas las luces del Universo
sobre su cabeza, el aire frío de la noche primaveral, y el ruido amorfo de una
ciudad que nunca duerme. Perla respiraba agitada en la azotea. La puerta por la
que había salido no tenía forma de cerrarse desde fuera. Carmona estaba al
llegar. ¿Qué hago?, pensaba la inspectora. Lo único que podía hacer era saltar
unos dos metros para cambiar de edificio y escapar. Quizás sean más de dos,
pensaba aterrada. Si se quedaba, seguro que le limpiaban el forro, si saltaba,
a lo mejor tenía una posibilidad. Nunca había sentido el corazón tan cerca de
la boca. Se concentró para empezar a correr. A lo lejos se oía la música de un
telediario. Cruzó el cielo un cometa sin rumbo. Sintió un lametazo dulce en sus
piernas desnudas. ¡Ay Dios mío!, pensó. Tuvo la certeza de que le estaban
observando pero no miró hacia atrás. Echó a correr hacia el abismo. Notó una
respiración caliente, cerca, detrás, corriendo junto a ella. Cuando fue a
saltar, notó que algo le empujó por la espalda, dándole más impulso que el suyo
propio. Pasó a la otra azotea como un pájaro nocturno, un delicado búho con los
ojos negros. Se levantó rápidamente, miró hacia donde había venido y vio una
inmensa sombra que se oscurecía entre las otras sombras. No perdió más tiempo, buscó una puerta, la
reventó de dos patadas y se marchó.
ESCENA 8ª.
El comisario Antúnez no quiere ni oír hablar de un
asesino múltiple que le pueda complicar la vida, y menos si se trata de un loco
que va impartiendo su peculiar justicia a base de cornadas. Vemos dos escenas
seguidas, ambas en el despacho del comisario (desorden, papeles, mucho humo de
sus incesantes puros...) En la primera abronca a Perla y en la segunda a Perla
y a Luis, pues éste ya ha tomado partido por su compañera y, aunque no muy
convencido, plantea al comisario sus dudas.
1
Antes de irse le entregó el informe de Luis
García Otwen.
“Jefe, es otra vez Zaino. Ha vuelto a matar”,
dijo la inspectora con la voz algo tremulona e insegura, pues se esperaba
cualquier cosa por parte del comisario: voceríos, calambres, rugidos.
El comisario, en efecto, se puso súbitamente
nervioso, se levantó de la mesa y empezó a gritar mientras caminaba por el despacho como un oso
encerrado.
“¡Jo... lines!, Perla. Te he dicho más de cien
veces que no existe ningún loco, ningún asesino múltiple que se disfraza de
vampiro y sale por ahí a cornear o morder o sodomizar al personal. ¡Me cago en
La! Perla, por favor. No empieces otra vez”, chillaba el comisario con las
venas del cuello transformadas en palpitantes morcillas azules.
“Haga el favor de hablar con el doctor
Luyando, pregúntele cómo son las heridas y qué cree él que las ha podido
producir. Es lo mismo de las otras veces, se lo aseguro”, insistía Perla.
“Tú ocúpate de lo que te tienes que ocupar,
co... gieron -no le gustaba decir tacos delante de las mujeres-. Déjate de ver
tantas películas americanas y céntrate en lo tuyo. Deja al inspector García
Otwen que haga su trabajo. Él sí sabe de asesinos”, y dio por zanjada la
conversación el comisario Antúnez.
La inspectora se levantó y salió contrariada.
2
“Sabe, comisario, son las mismas
huellas que aparecieron en el callejón. Me refiero al crimen del domingo por la
noche”, acabó Luis.
Bravo,
pensó Perla.
“¿Habéis
terminado?”, preguntó el comisario.
“¿Habéis
terminado?”, levantó la voz.
“¿Habéis
terminado ya?”, gritó enfurecido.
“¿Es
que acaso estoy rodeado de subnormales? -gritaba-. O sea que tú -señalando a Perla-,
vas y te metes en la boca del lobo. Además, sin orden de registro ni gaitas.
¿No sabes que una prueba obtenida así no sirve para nada? Quizás para que nos
demanden. ¿No te das cuenta de que has cometido un delito? -se rascaba,
nervioso, las ingles-. Has podido dar al traste con el trabajo de muchos meses
y de mucha gente. Pero.. ¿quién te crees que eres?, ¡joder!, ¿una chica Bond? -
Se había levantado y caminaba encolerizado de un lado para otro-. Y aquí
-señalando a Luis-, el otro almendrado. De manera que drogas, narcotráfico, una
red, funcionarios de aduanas, bombas, atentados, huellas misteriosas ... - y
ponía una cara exagerada de bobo sorprendido-. ¡Es que sois la leche! ¿No
puedes traerme una bolsita de coca, nada, un poquito, un poquitín, unos
gramitos siquiera para que yo pueda creerme algo? -gritó las últimas palabras-.
Y bueno, ya lo de las huellas de antílope, eso sí que tiene perendengues -se quedó callado, pensativo, mirando al
suelo-. ¿Sois idiotas o qué? Ya te ha enredado Perlita, ¿no? -y acercaba su
cara a la de Luis mirándole desde muy cerca-. Ya sé, sí, ya sé, seguro que sois
adictos a la tele. Como estáis solteros, seguro que os tragáis diez películas
seguidas en cuanto tenéis dos días libres, ¿eh, que no? -preguntó mirando primero
a uno y después al otro. Se sentó exhausto y se secó el sudor de la frente, que
le caía como regata humeante. Encendió un puro y respiró profundamente su
veneno para sentirse mejor. Ya más tranquilo, con la voz más sosegada les dijo:
“Salid
de mi despacho y traedme algo que me sirva, por favor -dio una gran calada a su
cigarro-. Perla, no vuelvas a jugarte el tipo así, nada merece tanto la pena. O
al menos no lo hagas mientras estés en mi departamento - y le guiñó un ojo-.
Chiquita, tómate el día libre, vete a casa y descansa”, concluyó la charla el
comisario.
ESCENA 9ª.
Se trata de un solar de la calle Parma. Es de noche
otra vez. Paco Carmona, un matón de TORI,SA dispara contra alguien que no se lo
espera (no vemos en la escena a quien dispara, pero es un ajuste de cuentas).
Lleva dos pistolas. Después está dispuesto a matar a Perla, que yace en el
suelo desmayada, pero detrás del asesino, algo muy pesado cae desde las
alturas. Se gira y ve cómo dos ojos como dos brasas le miran amenazadores,
después parece que escarba en el suelo. El matón sale corriendo, perdiendo el
culo, no quiere averiguar quien le amenaza entre las sombras.
“¿Esa
otra que tú traes no es mi pistola?, Paco”, preguntó el secretario.
“En
efecto”, dijo Carmona.
Y
cambiando la dirección del cañón del arma de la inspectora, disparó dos veces
contra el secretario Cosme Gómez. Desorbitados los ojos, la boca abierta,
desconcertado antes de la muerte por lo inesperado de la despedida, Cosme Gómez
fue desplomándose despacio. Primero se sentó en el suelo, apoyó una mano, apagó
el cigarro contra una piedra, estiró las piernas y dejó caer el cuerpo hacia
atrás. Movió la cabeza intentando hacer un hueco en la tierra con la nuca,
buscando acomodo para morirse. Miraba por última vez las estrellas, y creía oír
un discreto bramido que le adecentaba el descenso a los infiernos. Acto
seguido, con la pistola del traicionado Gómez, Carmona pensaba matar a Perla.
Primero le arrojó el camafeo a la cara. La cosa estaba bien maquinada por el
viejo camaleón. Todo el mundo pensaría que se habían liquidado entre ellos. Un
fatal encuentro, un fatal desenlace. Fin. Se acabó. Carmona iba a disparar cuando notó que algo
muy pesado había caído desde muy arriba detrás de él. Se volvió y miró hacia
una zona que quedaba en penumbra junto a la tapia. Sintió una mano helada
apretándole el corazón, vio un bulto de más de dos metros de altura, vio dos
brasas furiosas que le miraban fijamente. Oyó algo raspando el suelo y después,
una nubecilla de polvo emergió de las cavernas del demonio. Alguien o algo
escarbaba. Paco Carmona tuvo una algarada intestinal. Antes de que lo que allí
estuviera pegase el arreón, Carmona soltó las dos pistolas, se metió en el
coche y, marcha atrás, salió del solar derribando la puerta. En su aterrorizada huída se cruzó con Luis
García Otwen, que había venido zumbando, saltándose los semáforos, subiéndose
en las aceras, despeinando a los leones de la Cibeles. Entró Luis en el solar
atropellando la puerta desvencijada, saltó del coche y se arrojó al suelo para
atender a Perla. Estaba viva. Había llegado a tiempo. La espabiló con suavidad.
Ella salió de la conmoción asustada y confusa, diciendo incoherencias y
tratando de defenderse de Luis.
ESCENA 10ª Hilo conductor
La prostituta se para a comprar heroína. Son dos
rufianes de la peor calaña, pero no le queda más remedio. Zaino sigue
observando la escena desde los tejados.
En la esquina de un callejón
tumefacto, estaban dos viejos conocidos de Lucrecia. Eran dos carroñeros
asquerosos a los que no disculpaba una infancia infeliz con un padre
alcohólico, porque se habían pasado la vida fastidiando al prójimo, vendiendo
droga, dando palizas y vaciando de alma
algún que otro cuerpo. Eran escoria y lo sabían y les gustaba, tragaban ácido
sulfúrico y no respetaban a nadie ni a
nada. Lucrecia, en otra situación, jamás se hubiese acercado a ellos, pero era
tarde, era domingo y ya era casi imposible encontrar a un camello de confianza.
“Hola
chicos, ¿tenéis algo de jaco?”, les preguntó.
“¡Uy!
qué requeteguarra tan mona”, dijo uno de ellos.
“Claro
que tenemos, y ¿tú tienes pasta?”, dijo el otro.
“Para una papelina, sí”, mintió Lucrecia
porque tenía más, pero tenía miedo.
“¡Ven,
vamos dentro!”, dijo el que llevaba sombrero.
Se
metieron en la oficina, que era aquel callejón apestoso donde apenas si se
podía respirar. Un callejón de paredes mugrientas, llenas de musgo renacentista
y escupitajos de tísico. Un suelo lleno de charcos donde flotaban jeringuillas
seropositivas a todo tipo de animalitos que trashuman entre las drogas y el
sexo. Un insano lugar perdido de la ciudad donde no van a morir ni las ratas.
“Si
quieres el caballo, primero nos tienes que enseñar las peras”, dijo el que
llevaba corbata.
“¡Venga, no fastidiéis!, llevo todo el día con
lo mismo. Estoy hecha polvo.”
“A ver, el dinero”, dijo
el otro, el del sombrero.
“Oye, ¿por qué no nos divertimos un poco con
esta cochina?”; le preguntó el de la corbata al del sombrero de felpa.
Entonces,
éste último, más interesado en la pasta, le quitó el capazo a Lucrecia y fue
tirando su contenido al suelo: potitos, caja de cereales sin gluten, revista
del corazón, peine, barra de labios... Mientras, el otro le había empujado
contra la pared, le había arrancado la camiseta y le estaba manoseando los
pechos.
“¿Dónde tienes el dinero? ¡ joder!”, gritó
cabreado el del sombreo de felpa gris.
“Igual lo tiene escondido aquí dentro”, dijo
el de la corbata de flores amarillas tocándole la zona que queda entre las dos
piernas.
El del sombrero de felpa gris con una banda
negra, apartó a su compinche y golpeó en el vientre de Lucrecia. Ésta se dio
cuenta de que estaba perdida, y mientras resbalaba por la pared para quedar
sentada en el suelo, sacó las quince mil pesetas de un bolsillo de la cazadora
y se las entregó.
“Eso está mejor. Ahora tienes un ratito para
ti -le dijo a su colega-, que yo prefiero darle una paliza después, porque no
sé que tengo aquí dentro que como no me desahogue...”, concluyó el del sombrero
de felpa gris, una banda negra
y una pluma
de cuervo enganchada
entre la banda y el sombrero.
Lucrecia ya no
podía llorar más, ya había llorado todo,
todo. Hoy iba a ser otro día funesto, quien sabe si el último. Qué más da,
después de todo no es lo mío como para reencarnarse, pensaba la chica y miraba
cómo se bajaba los pantalones y los calzoncillos el que llevaba una corbata de
flores amarillas sujeta con una aguja que tenía una perla.
ESCENA 11ª.
Son también dos escenas seguidas, en las que se
trata de ver la relación entre Luis Y Perla. Él enamorado y ella sin enterarse.
Encima ella está encaprichada de un famoso ganadero, Luis siente celos, no
soporta a su rival.
1
Perla se había puesto una
camiseta en la que había dibujado, en vivos colores, un famoso pato de dibujos
animados. También llenaba unos pantalones vaqueros ajustados que dibujaban su
silueta de: peligro, curvas. Los labios rojos y el pelo como una tormenta
nocturna, flotando ondulado y negro. Luis llegó, a propósito, un poco más
tarde. Apareció pálido y vestido de mosén posconciliar. Se sentó frente a ella.
Estaban en la cafetería de un hotel. Se hundió en la butaca, cruzó las piernas
y pidió un poleo cuando llegó el camarero. Antes de que Perla pudiese abrir la
boca, él dijo:
“Qui
prius respondet quán audiat, stultum se esse demostrat”, y transfiguró la
mirada hacia el más allá.
“¿Qué
has dicho?, Luis”, preguntó ella.
“Nada,
cosas mías”, contestó frunciendo la lengua. Mira, Perla, hace tiempo que
deseaba decirte algo acerca de mí, de ti, de nosotros, pensó él.
“Sabes,
Luis, mañana voy a cenar con uno de los hombres más interesantes de este país”,
le dijo ella.
“¿Ah,
sí?”, dijo Luis con cara de que aquello le importaba un bledo.
“Sí,
con Juan Miguel Usagües. Ya te lo dije, ¿no?”, dijo ella.
Ese tipo
es un petimetre, pequeña. Como decía el filósofo: quien camina por el barro que
se ponga albarcas. ¿No crees que no deberías perder tu tiempo con tipos así?,
pensaba él, sin abrir la boca, cada vez más hundido en la butaca.
“¿Sabes
que se va a presentar para presidente de la Comunidad? Los expertos dicen que
lo más probable es que resulte ganador. Es un fenómeno electoral. Todos los
partidos están cagados”, le contaba ella entusiasmada.
“Sí,
algo he oído”, dijo el inspector. Pero yo encierro más pasión que un torbellino
de besos, si probaras mi boca te harías adicta, te quiero desde el primer día
en que te vi, pensaba él mientras bebía la asquerosa infusión. Hubo un ratito
de silencio, ninguno de los dos hablaba.
“Mira,
Perla, quisiera decirte que si destruyes tu sueño... -el inspector se quedó en
blanco- padeces insomnio”, concluyó. Soy un imbécil profesional, pensó el
policía.
“Luis,
estás un poco raro hoy. No entiendo nada de lo que dices”, dijo ella.
Ese
tipejo de familia bien no te conviene, Perla. Es presuntuoso y falso. Además,
no me parece a mí que esté muy bien de la cabeza, pensaba el inspector, sin
poder articular los goznes de su boca sellada.
“¿A
qué hora habéis quedado para cenar?”, preguntó Luis. ¿Seré anormal, que sólo se
me ocurre preguntarle esto?, pensaba.
“Hacia
las diez, ¿por qué?”, respondió y preguntó ella.
“Por
nada”, dijo Luis.
“Yo
no soy apasionada, la verdad Luis. Bueno, que conste que te lo digo como
compañero y espero que seas discreto”, le advirtió ella.
“Discretísimo”,
contestó él.
“Te
decía que no soy apasionada, pero por ese hombre sería capaz de cometer una
locura. ¿Me entiendes?, Luis”, le dijo ella con una media sonrisa de picardía
que a él le produjo una náusea.
“Te
entiendo”, le contestó él. Pero tú estás loca, con ese gilipollas que apenas
conoces, con ese turbio engreído. No seas boba Perla, recapacita. Piensa mejor
en alguien que, como tú, camine por la cuerda floja del peligro, pensaba él,
sumido en una mudez incomprensible.
“No
sé, no sé. Y además, tiene un misterio la cosa...”, dijo ella emocionada.
“¿Misterio?”,
preguntó Luis.
“No
sé, ¿no te parece misterioso?”, insistió ella pensando en que podían tratarse,
el ganadero y Zaino, de la misma persona, pero sin soltar prenda al inspector,
claro.
Me
parece, me parece un capullo. ¡La leche! Un cerdo que me va a quitar la mujer
de mi vida, pensó él, ya prácticamente derrotado.
“Mira
Perla, yo...”, iba a decir Luis.
“Venga
Luis, vámonos al cine, que aquí cerca ponen una muy buena”, le dijo ella cuando
se levantaba.
2
Llegó a Madrid a las ocho y media
de la tarde, pero no se fue a su casa. Compró cuatro latas de cerveza y se fue
a vigilar desde su coche. En el cuarto izquierda del número 16 de la calle
Petriño no había luz. Estuvo esperando cerca de dos horas, pero no apareció
nadie por allí. Mañana será otro día, un día más propicio para trincar a esos
pendejos. Sin darse cuenta, apareció en la plaza de Chamberí, frente al
restaurante chino. Con la lengua un poco dislocada y el sensorio torpe, entró.
En una de las mesas, distraídos y contentos, tomaban café Perla y el ganadero
Juan Miguel Usagües. En el local había poca luz. Luis se encaminó hacia ellos.
“¡Luis!
¿qué haces aquí?”, preguntó Perla, sorprendida y descolocada.
El
ganadero y también político se levantó. Ella hizo las presentaciones. Luis
García Otwen le dio la mano sin apretar, cosa que él odiaba que le hicieran.
“¿Me
puedo sentar?”, les preguntó con la lengua tan inflamada que apenas si le cabía
en la boca. Antes de que le contestaran ya se había sentado.
“¿Estás
bien?, Luis”, preguntó Perla preocupada y mosqueada porque le pareció que
estaba algo pedo.
“Sí,
sí, sí, sí...”, y comenzó con una risa anaranjada, aguada y tontorrona que
llamó la atención de todos los comensales.
“¿Qué
es lo que quieres?, Luis”, insistió Perla ya algo molesta.
“No,
que pasaba por aquí y he dicho: voy a saludarles. ¡Ay! -suspiró y se la quedó
mirando fijamente-. En seguida me voy. Es que he dicho: voy a saludarles
-repitió articulando las palabras como si tuviera un mastodonte dentro de la
boca-. No es mi intención molestar, es que pasaba por aquí y he dicho: ¡ay!
-suspiró otra vez-, voy a saludarles. He dicho”, se repetía Luis de forma torpe
y vergonzosa.
Llegó
el camarero, un joven de aspecto oriental. El inspector, al verlo, se levantó
y, echándose hacia atrás, empezó a realizar ridículos movimientos de kárate.
Resultaba patético, dando gritos y aulliditos, levantando sin orden brazos y
piernas, amenazando al pobre joven que no podía creer lo que estaba viendo. No
por eso el camarero dejó en ningún momento de sonreír y saludar. Luis se
desternillaba de su rosca de alcohol, y Perla, llena de vergüenza ajena, quería
morirse. Luego, sin venir a cuento, el inspector se puso a gritar:
“¿Alguien
ha visto un toro por ahí? Uno grande, que va a dos patas y llama por teléfono a
la gente. ¿Eh? ¿Alguien lo ha visto? Es
que estamos un poquito confusos -el inspector hacía movimientos grotescos, de
conferenciante trastornado-. A ver, ¡tú! -y señaló al ganadero Usagües-,
¿quiénes sueñan verónicas de alhelí? ¿Eh? ¡Contesta!”, casi le gritó al oído.
Perla
estaba violentísima. Se acercó al ganadero y le dijo en voz baja al oído:
“Perdona
Juan Miguel pero me lo voy a llevar a su casa. Está como una cuba. No sé qué le
ha pasado. Él no es así. No sabes cuánto lo siento”, y el ganadero Usagües que
tranquila, que no pasaba nada y que lo entendía perfectamente.
“Pero
Perla -le dijo Usagües antes de que se fuera-, ¿mañana vendrás a la finca como
habíamos quedado, no?”, y ella que sí, que sin duda alguna y que al día
siguiente se verían en la finca de Juan Miguel Usagües: El Carrascal.
Luis
seguía con su disertación irracional, tartaleante y cómica. Perla le cogió del
brazo y le dijo:
“¡Hala!,
vámonos, Luis”.
“¿A
dónde? ¿Al cine otra vez? ¡No!, por favor”, le decía él entre risitas
ensalivadas.
Antes
de salir, se zafó de Perla y volvió corriendo hasta la mesa donde se había
quedado el ganadero y le dijo:
“¡Mec,
mec! Tiempo. Has perdido. Son los erales, los erales son los que sueñan verónicas
de alhelí -se bebió una copita de saque que había encima de la mesa-. Así que a
pagar. ¡A pagar! -se reía-. Que hay que leer más a Federico, chaval”. Perla le
volvió a coger del brazo y se lo llevó.
ESCENA 12ª. Hilo conductor.
Zaino ve cómo los dos rufianes van a abusar de la
chica y a robarla. Decide entrar en el callejón para aplicar su justicia.
Mira ese par de impresentables. ¡Están
maltratando a una pobre e indefensa muchacha! Le pega. Le quita el dinero. Y el
otro cerdo se suelta el cinturón y se baja la bragueta. Ésta es mi misión. Creo
conocer a esos dos pajarracos. Los he visto siempre. Los vi hace lustros cerca
de la majada. Los he visto siempre, en todas partes. Se van a acordar para la
eternidad, para jamás y por última vez, porque estoy empezando a recordar
quién soy yo. Bajo
por esta tubería de aguas
de lluvia que parece
bastante resistente. Por ese callejón es por donde creo yo que están.
Por el de la derecha creo. Sí, por ese creo. Se van a enterar de lo que vale un
secador eléctrico. No se puede ir por ahí delinquiendo como si no pasase
nada. Paso yo, ¿entendido?
Yo soy la justicia
porque sé quién
soy. Yo soy Zaino,
pienso. Soy Zaino, pienso que lo soy y lo soy. Pienso que soy Zaino y
nadie me lo discute. Entro en el callejón. Sí, ahí están esos dos degenerados y
la ultrajada chica. Se van a enterar. Soy yo, soy soy, yo soy Zaino, pienso. Y
cuando pienso y estoy seguro de que lo
que pienso es cierto, ya puedo gritar sin tapujos. Puedo gritar mi
nombre:
“¡ Zaino!”.
AQUÍ Y ALLÍ.
Una
voz brumosa y áspera retumbó en el callejón. Una voz grave, una voz temblor de
troncos, irreal, lejana, con sabor a herida. Una voz de provincias remotas. El
hombre del sombrero de felpa, el de la corbata y Lucrecia miraron hacia la
entrada del callejón. Perfilada en sombras sobre la luz de las farolas vieron
una gigantesca figura de casi dos metros de altura. Inmensas piernas acabadas
en punta, dos brazos descomunales y una terrible cabeza con lo que parecían dos
enormes cuernos.
ESCENA 13ª.
Es de día. Luis pasea por el Retiro, empuja una
silla de ruedas donde se sienta un hombre que no para de moverse y agitarse, es
delgadísimo, su enfermedad le impide cualquier tipo de reposo, se contorsiona,
dispara sus brazos y piernas de forma desordenada. Cuando habla, su voz es
grave y alarga las vocales de forma considerable. Es Diego Puebla, un policía
de investigación amigo de Luis. Esta escena surge al final del libro, dando
sentido a todo lo anterior.
En el parque del Retiro empezaba
a haber movimiento de personal. Parejas untuosas, viejos mascando el aire
templado de la tarde, niños huyendo de sus padres, padres deseosos de huir de
sus niños, algún oftalmólogo corriendo, mimos imitándose a sí mismos, árboles
mancillados con corazones insípidos, flores decididas a ser las reinas del
jardín, gorriones, palomas, otros pájaros, luces entre las ramas y Luis García
Otwen empujando la silla donde iba Diego, que sonriente y con el cuello casi
partido, por lo doblado hacia atrás, agitaba las manos, sin concierto, con la
intención de acariciarlo todo.
“Oye
Diego, ¿tú crees que todos llevamos un monstruo dentro?”, le preguntó el
inspector.
“¿Deeentro?
Aaalgunooos lo lleeevamooos fueeera”, le contestó entre risas, sin malicia ni
resentimiento.
“No,
en serio Diego, ya sabes a lo que me refiero. Por favor, contéstame con
sinceridad”, le exigió Luis, quizás algo bruscamente.
Seguían
paseando. Diego guardó silencio un rato, después empezó a explicarse. Su
hablar, al concentrarse en la seriedad del tema, se hizo fluido enseguida.
“Saaabes,
Luis, a mí meee gusta miraar a la geente en las postales. Están todos tan
quietos, tan tranquilos. Me gusta ver la lentitud y la armonía con la que caen
las hojas. Me gusta la disciplina y el mando de la batuta de un director. Todos
tenemos algún monstruo dentro, claro que sí. Vivo o muerto, aunque normalmente
congelado y, a veces, despierta, bosteza y sale por ahí de juerga. Yo mismo, a
veces, ni siquiera recuerdo bien quién soy, o qué hice, con quién estuve. Sufro
tormentas dentro de la cabeza, me llueven meteoros que abaten mis sentidos.
Prefiero llevarme al más allá este ritmo loco de mi cuerpo que los dolores de
cabeza, de verdad Luis. Hay días que me despierto con sabor a sangre en la boca,
y digo yo que será de todo lo que me ha dolido la cabeza la noche anterior.
Cuántas veces me pregunto si el fantasma que me habita, si el monstruo que mora
en mí, es un héroe de epopeyas increíbles, defensor de las causas perdidas, o
es un demonio que pudre y destruye cuanto toca. Inconfesables,
irremediables monstruos nos habitan.
Vienen y se van, pasan por nosotros como por pensiones baratas. Y a veces,
tanto se acomodan , que usurpan nuestra propia identidad dejándonos vacíos, a
expensas de sus locuras. A mí, Luis, me ha tocado bailar con la más fea, que
soy yo mismo. Llevo toda la vida en esta pista de baile que es la silla de
ruedas. Tú hablas de monstruos y yo pienso que no está muy bien de la cabeza el
Universo, pienso que el equilibrio cósmico que rige el orden de las cosas,
suele beber de vez en cuando, y se emborracha, y si te pilla naciendo una de
sus borracheras... lo mismo te fastidian el resto de la vida. Con monstruos o
sin ellos, Luis. De cualquier forma, siempre hay cierta magia alrededor de todo
hombre, un soplo fantástico que nos arranca de los tuétanos ese monstruo, y lo
sustituye por un ángel, aunque sólo sea una vez en la vida”, Diego Puebla
lloraba.
La
tarde iba ahorrando luces. Los domingos, a esas horas, son más tristes que los
lunes.
“Pero
ni tú ni yo creemos que vaya a haber más muertos corneados, ¿verdad?”, le
preguntó el inspector García Otwen, que también se había emocionado con las
palabras de Diego.
“¿Máaas
mueeertos? Nooo creeeo Luuuis. Pooorqueee ya seee ha muuuertooo, cooomo quiiien
diiice, Juaaan Miiigueeel”, le contestó Diego.
ESCENA 14ª. Hilo conductor. Escena final del Tráiler.
Zaino entra al callejón, mata a los delicuentes y
salva a la prostituta. Sigue siendo de noche.
. Lucrecia no supo donde colocar
su asustada sorpresa. El del sombrero de felpa gris dejó caer al suelo los
billetes que estaba contando. Como la bajada de barrera de un tren, perdió la
erección el de la corbata de flores. Vieron acercarse aquella silueta enorme de
formas poco creíbles y de caminar toscamente articulado. Venía dando saltos
lentos, moviéndose como los monstruos mitológicos de las películas antiguas. No
supieron, no pudieron, y fatalmente, no reaccionaron. Embistió contra el del sombrero de felpa gris con una banda negra. Le metió un cuerno por el vientre y se lo
sacó por la espalda, partiéndole en dos la columna. La cara del maleante perdió
instantáneamente contacto con la vida y le fluyó de la boca una niebla negra
que se escurrió por una alcantarilla. Era, probablemente, el alma que se le iba
a los infiernos. Después, el justiciero derrotó con fuerza y estampó el cuerpo
contra a pared. Rodó el sombrero hasta un charco pustuloso. La pluma negra voló
de forma asustadiza, para posarse sobre el arrugado y tembloroso atributo del
de la corbata, quien pálido y con un desapacible clima en los vientres, había
perdido la que en ese momento le hubiese resultado práctica virtud del
movimiento. El llamado Zaino le enganchó por la ingle a la altura del mismísimo
testículo derecho. Giró el cuerpo sobre el cuerno como una tuerca, haciendo una
prospección en busca de su vida, para después dejarlo suavemente sobre el
suelo. Sin morir, aunque más allá que acá, el de la corbata de flores
amarillas, se colocó bien el sujeta corbatas, escupió hacia ninguna parte y fue
consciente de cómo se le iba la vida en forma de hemorragia. Se miraba el
boquete que ahora tenía donde antes tuvo el testículo y escupía; miraba hacia
arriba, oía el manantial de sangre que brotaba de su cuerpo y escupía
espumilla; buscaba ayuda con la mirada, sentía frío, escupía sólo aire y se
moría. Lucrecia había perdido el sentido. Tal vez había preferido morir sin
darse cuenta. Pero aquel ser nigromántico se acercó a la señora, la cogió en
brazos y, con sus movimientos en cámara lenta, salió del callejón. Arrancó la
puerta trasera de un coche y dejó a la dama recostada sobre el asiento.
Después, comenzó a correr, dio un brinco y, de balcón a balcón, de casa a casa,
se subió a los tejados y se perdió en la noche, confundiéndose con las chimeneas,
las estrellas, los tenderetes de ropa y la luna. En el callejón, el que antes
llevaba un sombrero yacía desparramado contra una pared, y el que tenía una
corbata se moría en el mismo instante en el que Zaino creía ver, otra vez, dos
torres que se caían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario